!HERÓICO¡

Sep 10, 2025

La selección boliviana resistió hasta el último aliento en El Alto, derrotó a Brasil por la mínima diferencia y selló su pasaje al repechaje mundialista, devolviendo la ilusión a todo un país.

El cielo alteño parecía respirar distinto aquella noche. El aire, siempre denso y cortante, se volvió más pesado, como si cada molécula de oxígeno hubiera decidido conspirar a favor de un equipo que, en los papeles, estaba destinado a la resignación. Bolivia enfrentaba a Brasil, pentacampeón, constelación de estrellas, dirigido por el sabio italiano que tantas veces se paseó por las catedrales del fútbol europeo. No había margen: era ganar o quedarse sin nada. Y la Verde, con el corazón ardiendo, eligió escribir su propio destino.

Desde el primer silbatazo del chileno Cristian Garay, los nervios fueron visibles. No había un solo jugador que no llevara sobre los hombros el peso de tres décadas sin Mundial. Villa Ingenio, colmado, rugía como un animal sagrado, y al mismo tiempo todos tenían la oreja en Maturín, donde Colombia debía poner la otra mitad del milagro. Mientras la pelota rodaba en El Alto, en tierras venezolanas se disputaba una batalla paralela.

El inicio de un sueño

Brasil arrancó con cautela, como si Ancelotti hubiera decidido que la altura podía derrotarlo más que cualquier pierna boliviana. Plantó un esquema conservador, con líneas cerradas y paciencia en el toque. La Verde, en cambio, salió como quien sabe que no hay mañana. Óscar Villegas había apostado a la juventud: Moisés Paniagua, pura garra; Miguelito Terceros, travieso y atrevido; Enzo Monteiro, el obrero del área. Cada uno de ellos, gladiadores con más hambre que experiencia.

El arco estaba protegido por un gigante: Carlos Lampe, que con 1,92 de estatura parecía abarcar todo el aire fino de los 4.000 metros. En el minuto 6 ya dio el primer aviso: un disparo de Haquin que obligó a Alisson a volar, estirando sus manos de hierro. A los 8, Monteiro tuvo el gol en los pies tras un centro rasante de Diego Medina, pero la ansiedad le jugó una mala pasada.

Los brasileños respondieron con un tiro de Luiz Henrique a los 39, que Lampe despejó con autoridad. Fue la única grieta en una defensa que se multiplicaba con cada embate. Mientras tanto, el estadio vibraba con un canto repetido como plegaria: “¡Sí se puede, sí se puede!”.

El instante decisivo

Cuando parecía que el primer tiempo moriría en el cero, ocurrió lo inesperado. Roberto Carlos Fernández encaró, Bruno Guimarães lo derribó y el árbitro, tras revisar el VAR, señaló el punto penal. El reloj marcaba 45+3. El silencio fue brutal, casi insoportable.

Miguelito Terceros, apenas 20 años, tomó la pelota como si llevara mil batallas en los botines. Miró a Alisson, respiró hondo y remató bajo a la izquierda. El arquero alcanzó a rozar, pero el balón besó la red. El grito fue volcán. El Alto explotó en fuegos artificiales, abrazos, lágrimas. Ese gol era más que un tanto: era un acto de fe.

El sufrimiento de la segunda parte

El entretiempo fue una tregua breve. Brasil salió con furia en el complemento. Ancelotti movió su tablero: cuatro cambios de golpe, nombres de clubes gigantes: Raphinha, Estêvão, João Pedro, Marquinhos. Era una avalancha amarilla contra un muro verde.

Bolivia retrocedió, consciente de que la épica también se escribe resistiendo. Robson Matheus probó con un misil desde 30 metros en el 70, pero Alisson volvió a ser héroe, desviando al córner. A los 86, Carmelo Algarañaz rozó el segundo con un cabezazo letal, pero otra vez el arquero brasileño ahogó el grito.

Los últimos minutos fueron un suplicio. Cada avance de la Canarinha era una daga en el corazón. Lampe se agigantó: manos seguras, mirada encendida, alma de capitán. Haquin, Medina, Fernández y compañía se arrojaban al césped como soldados en trincheras. Y mientras Brasil presionaba, en Maturín el marcador finalizaba: Colombia derrotaba a Venezuela 6-3. El milagro, esa combinación improbable, estaba en marcha.

El pitazo que liberó un país

Cuando el árbitro sopló el silbato final, El Alto se convirtió en un océano desbordado. Los jugadores se abrazaron, algunos se dejaron caer sobre el césped, otros rompieron en llanto sin pudor. Villegas, el estratega, también lloró: no de tristeza, sino de alivio y orgullo.

La Verde había derrotado 1-0 a Brasil. Y con ese resultado, más el triunfo colombiano, se adueñaba del séptimo puesto con 20 puntos, dejando a Venezuela octava con 18. La tabla mostraba a Argentina como líder con 38, pero a nadie le importaba: Bolivia, después de 31 años, volvía a mirar de frente al Mundial.

Repechaje, la última batalla

La historia no terminaba en El Alto. El destino fijaba marzo de 2026 como fecha de la gran prueba: repechaje en Monterrey y Guadalajara, contra rivales aún por definir de Concacaf, Asia, África u Oceanía. Serían apenas dos partidos para completar los 48 equipos del Mundial de Norteamérica.

Pero en esa noche alteña, nada más importaba. El país entero, de La Paz a Beni, de Santa Cruz a Pando, celebraba como si el boleto ya estuviera en el bolsillo. No era exageración: después de tres décadas de espera, el simple derecho a soñar ya era victoria.

Voces del alma

Miguelito Terceros, aún con lágrimas en los ojos, dijo frente a los micrófonos: “Este penal fue para todo Bolivia, para los que ya no están, para los que sueñan desde siempre. No jugamos solos: jugamos con un país entero”.

Carlos Lampe, el guardián del arco, resumió la noche en una frase: “Defendimos como si nuestra vida dependiera de cada pelota. Y quizás era así: dependía nuestro sueño”.

En las tribunas, la multitud se deshacía en cantos y lágrimas. Familias enteras se abrazaban, los niños gritaban nombres que soñaban con repetir algún día, y los ancianos recordaban a Etcheverry, a Sánchez, a Baldivieso, a los héroes del 94. El ciclo se cerraba, y otro se abría.