Carmen Parejo Rendón
El comisario europeo de Mercado Interior, el liberal francés Thierry Breton, anunciaba su dimisión a inicios de esta misma semana.
Notificó su decisión a través de una carta en la que denunció ser víctima de unos acontecimientos que servían como un nuevo testimonio —en sus propias palabras— de una “gobernanza cuestionable”, con relación a la gestión liderada por Ursula von der Leyen.
Breton había sido propuesto inicialmente por el gobierno de su país para continuar sus labores en la Comisión Europea. Sin embargo, según lo expuesto en la carta que hizo pública el político francés, Von der Leyen, por “motivos personales”, habría presionado al presidente galo, Emmanuel Macron, para asignar a otro candidato, incluso prometiendo una mejor cartera a París en el nuevo gobierno europeo.
Luego de esta dimisión, Stéphane Séjourné, actual ministro de Exteriores francés, asumió el reemplazo de Breton como candidato de su país para la Comisión Europea, convirtiéndose en uno de los 26 comisarios elegidos en la propuesta que solo un día después lanzó Von der Leyen para la configuración de su nuevo gobierno, como vicepresidente para la Prosperidad y la Estrategia industrial.
Más aún, estos hechos entran de pleno en el agudizado debate interno que en estos momentos se está produciendo en la nación gala, por la decisión de Macron de asignar como primer ministro a Michel Barnier, del partido derechista Los Republicanos.
La elección del nuevo primer ministro ha supuesto, en primer lugar, un desconocimiento a la victoria que el Nuevo Frente Popular obtuvo en las pasadas elecciones legislativas. Así, desde esta coalición de izquierda han lanzado una oleada de críticas y convocado a protestas que han llevado en los últimos días a la solicitud formal de la destitución del presidente en la Asamblea Nacional de Francia.
Aunque es probable que esta destitución finalmente no se produzca, ya que las exigencias formales implican una mayoría que el Nuevo Frente Popular no tiene, sí ha forzado al Partido Socialista, que hasta ahora había sido ambiguo, a apoyar esta moción que denuncia, una vez más, la deriva autoritaria de Macron.
La postulación de Barnier no solo atenta con lo elegido mayoritariamente en las urnas, sino que además, en sentido político, es toda una provocación a la coalición de izquierdas, ya que el político se ha destacado como defensor del aumento de la edad de jubilación, la extensión de la jornada laboral y la promoción de un sistema único de ayudas (al estilo estadounidense) que sustituya el sistema de derechos sociales en Francia. Es decir, lo opuesto a lo defendido en el programa presentado por el Nuevo Frente Popular, que obtuvo la mayoría de apoyos en las elecciones legislativas.
En realidad, la elección interna de Macron también apunta a Bruselas. El 23 de abril, el Parlamento Europeo aprobó la reforma de las reglas fiscales, volviendo a la senda de la austeridad de gasto tras cuatro años de desactivación de estas políticas, en atención a la situación de la crisis derivada de la pandemia del Covid-19.
Un estudio presentado por la Confederación Europea de Sindicatos (CES) sobre el impacto de esta nueva (vieja) política fiscal europea estima que estas exigencias supondrán una reducción de unos 100.000 millones de euros en el conjunto de la Unión hasta 2027. Según este documento, solo tres países, Dinamarca, Suecia e Irlanda, podrán asumir estos compromisos sin arriesgar su agenda social y compromisos ecológicos.
Además, recordemos que, atendiendo a las propias estadísticas presentadas por la Comisión Europea, los países del espacio comunitario ya arrastran un déficit de inversión en infraestructura social de 192.000 millones de euros, lo que ha aumentado los datos de desigualdad y provocado el aumento de la pobreza.
En medio de este escenario, la Comisión Europea abrió un Procedimiento por Déficit Excesivo a varios países, entre ellos, a Francia, para exigir la presentación de un plan de ajuste antes del 20 de septiembre de 2024.
El Ejecutivo europeo insiste en la imposición de un déficit presupuestario del 3% a los Estados miembros, mientras que la República francesa mantiene un déficit persistente cercano al 5,5%. Del mismo modo, exige a todos los países de la Unión reducir la deuda pública un 60% en diez años.